Por Camilo Fernández Hlede, Profesor y licenciado en Ciencias de la Educación, doctorando en Psicología Social y Política, Rector del Instituto Los Ángeles y Coordinador de las comisiones de Juventud e Inclusión Social, y de Educación y Empoderamiento, de la Red Argentino Americana para el Liderazgo (REAL).
E-mail: cfhlede@me.com
El día 9 de abril de 2013, gracias a la iniciativa de REAL (Red Argentino-Americana para el Liderazgo), junto con CreaIdea y Mensa Argentina, se generó una jornada sobre “El Valor de la Inteligencia de Niños y Jóvenes: Un plan para identificar y recuperar talentos”. Inmediatamente surgió la idea de pensar en una serie de niños y jóvenes con Síndrome de Tourette que, a pesar de poseer un diagnóstico específico vinculado con la discapacidad mental, tenían habilidades cognitivas muy interesantes. Lamentablemente la sociedad podía ver sólo su déficit, no su potencialidad. Muchos de ellos, por no decir la mayoría, poseían un nivel intelectual muy alto. Sin embargo, funcionaban a los ojos de todos como personas portadoras de una minusvalía. Sobre estos niños y jóvenes nos interesaría escribir, ya que serían candidatos muy interesantes para ser identificados con el fin de recuperar sus talentos y lograr incluirlos como individuos activos en sus respectivas comunidades.
Resulta sumamente difícil de olvidar el primer encuentro con un niño o adolescente que posee un diagnóstico de Tourette. Una extraña fascinación surge, de inmediato, cuando nos dedicamos a observar sus gestos y posturas, sus preguntas y respuestas, sus tics, sus dificultades y virtudes, sus formas de manifestar el afecto, en definitiva, todo lo que va conformando su persona.
Hace unos años, la experiencia que se poseía en el campo educativo sobre estos casos era muy escasa. Unos pocos alumnos se habían acercado para realizar admisiones y, de todos ellos, sólo dos habían sido incorporados a nuestra Institución especializada en Trastornos del Aprendizaje. Precisamente, fue la admisión del primero de ellos lo que nos motivó a interiorizarnos en su paradójico mundo. Hoy, con el paso de los años y con la incorporación de varios alumnos más con este diagnóstico, vemos cómo hemos crecido junto a ellos, enriqueciéndonos mutuamente.
Este aprendizaje conjunto no puede ser encerrado en las mentes de algunos profesionales ni entre las paredes que conforman el espacio de trabajo de un equipo de orientación escolar ni mucho menos en una institución. Este aprendizaje, por mínimo que sea, debe ser trasmitido a otros docentes, a otros equipos, a otras escuelas. En definitiva, a todas las personas. Sólo así podremos ayudar a estos niños y jóvenes que necesitan de una serie de intervenciones específicas; de esta forma seremos capaces de dar validez científica a nuestras observaciones e intervenciones.
Lo primero que debemos saber es que este trastorno no distingue razas, culturas ni clases sociales. Afecta con una prevalencia de 5-10 individuos cada 10.000; mientras que la frecuencia por sexos es de 3-4 veces mayor en los varones.
Datos estadísticos demuestran que, en los Estados Unidos, se detectan de 3–6 casos cada 1000 niños y jóvenes cuyas edades oscilan entre los 6 y los 17 años.
A pesar de ser un trastorno reconocido y considerado desde no hace mucho tiempo, podemos aseverar que tiene su historia. “Los casos de ladridos y gestos crispados, de muecas, de extraños ademanes, de maldiciones y blasfemias involuntarias, fueron consignados por Areteo de Capadocia hace casi dos mil años” (Sacks, O., 1997). Pero, recién en el año 1885, fue descrito clínicamente por un joven discípulo de Charcot que, casualmente, era amigo de Sigmund Freud. Nos referimos a George Gilles de la Tourette.
El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV-TR), nos marca pautas claras para poder detectarlo. Clasificado dentro de los “Trastornos de tics”, encontramos este cuadro específico junto al “Trastorno de tics motores o vocales crónicos” (su duración es mayor a un año y se consideran “puros” – o vocales o motores), al “Trastorno de tics transitorios” (aquí podemos incluir tanto tics motores y/o vocales cuya duración es mayor a 4 semanas y menor a un año) y al “Trastorno de tics no especificado” (de corta duración, con una edad de aparición mayor a los 18 años y la presencia de un tic motor y uno verbal). Sin embargo, hay que tomar en cuenta que la próxima aparición del DSM-V generaría una serie de cambios significativos en la definición de este síndrome. El criterio diagnóstico y la clasificación se modificaría. Es posible que no quede incluido dentro de los Trastornos de Inicio en la Infancia, la Niñez o la Adolescencia, para pasar a la sección Desórdenes de Ansiedad y Obsesivos Compulsivos. También, se eliminaría el plazo de “tres meses libres de todo tipo de síntoma” (véase párrafo siguiente). La clasificación de “transitorio” se cambiaría por “provisorio” y el término “estereotipado” se quitaría del criterio para su diagnosis (quedando: “vocalización o movimiento motor repentino, rápido, recurrente y no rítmico”). De todos modos, habrá que esperar a la aparición de dicho manual para verificar estos cambios.
Este es un cuadro caracterizado por movimientos involuntarios, manifestados en forma repetida (varias veces al día, de manera recurrente y por un período mayor a un año, sin que pasen tres meses libres de todo tipo de síntoma); generalmente acompañados por sonidos vocales o ruidos incontrolables a los que se denominan “tics”. Éstos incluyen repetición y, a veces, imitación de palabras que utilizan los demás (ecolalia); también, aunque no siempre, palabras o frases inapropiadas (coprolalia).
La alteración generada por todo esto provoca malestar y conflicto social, interfiriendo tanto en las habilidades académicas como laborales del individuo. Los síntomas del síndrome pueden variar de leves a severos, pero en la mayoría de los casos suelen ser moderados. Es fundamental no confundirlos con movimientos: coreiformes, distónicos, atetósicos, mioclónicos, hemibalísmicos, de los espasmos, de las sincinecias, de los inducidos por medicamentos, de los que acompañan enfermedades médicas y del comportamiento desorganizado de la esquizofrenia. También hay que realizar la siguiente distinción, “los tics no se deben a efectos fisiológicos directos de una sustancia (p. ej., estimulantes) ni a una enfermedad médica (p. ej., enfermedad de Huntington o encefalitis posvírica)” (DSM-IV-TR, 2000).
Por lo general, la etapa evolutiva en que suelen aparecer los tics es durante la niñez o la adolescencia (las edades oscilan desde los 2 años hasta los 18 años aproximadamente), mientras que para algunos autores la edad promedio de iniciación de los tics motores es entre los 7 y los 10 años.
“Aunque la causa del síndrome de Tourette es desconocida, las investigaciones actuales revelan la existencia de anormalidades en ciertas regiones del cerebro (incluyendo los ganglios basales, lóbulos frontales y corteza cerebral), los circuitos que hacen interconexión entre esas regiones y los neurotransmisores (dopamina, serotonina y norepinefrina) que llevan a cabo la comunicación entre las células nerviosas. Dada la presentación frecuentemente compleja del síndrome de Tourette, la causa del trastorno seguramente es igualmente compleja” (NINDS, 2012).
Pero este punto de vista es parcial y, en cierto modo, reduccionista; pues no hace justicia a toda la complejidad que representa en las personas la presencia de este trastorno. “Ni un punto de vista biológico ni psicológico ni moral-social es adecuado; debemos ver el síndrome de Tourette no sólo simultáneamente desde las tres perspectivas, sino desde una perspectiva interior, la de la propia persona afectada” (Sacks, O., 1997).
El lugar del cuerpo afectado por los tics, su cantidad y frecuencia, la profundidad y complejidad de los mismos suelen variar con el correr del tiempo.
En muchos casos los síntomas suelen decrecer en la vida adulta y, en raras excepciones, pueden desaparecer por completo en esa etapa. Si bien, como expresamos antes, lo más común es que el trastorno dure toda la vida, hemos visto jóvenes que presentaron por semanas una remisión de los síntomas.
Los primeros indicios que suelen aparecer son los tics de la cara (parpadeos, muecas con la boca o la nariz, sacudir la cabeza). Con el tiempo otros tics motores aparecen en el torso y las extremidades superiores e inferiores, tales como extender el cuello, tirar golpes o realizar figuras en el aire con sus manos o brazos, patear y patearse, retorcer y doblar el cuerpo, arrojar objetos, etc.
Es muy común que las personas con Tourette emitan sonidos, palabras o frases extrañas que pueden llegar a ser obscenas (la coprolalia es un tic vocal complejo y, tal vez, es el menos frecuente: 1 de cada 10 casos aproximadamente). También es factible que podamos escucharlos cómo continuamente se aclaran la garganta, tosen, gruñen, ladran o gritan y olfatean.
Pueden tocar a otras personas y a objetos de manera compulsiva o repiten acciones obsesiva e innecesariamente, en algunos casos suelen probar el sabor de distintos objetos introduciéndoselos en la boca. Los pacientes que presentan el trastorno de una forma más severa, llegan a tener conductas de automutilación (morderse los labios, los dedos o la mano, golpearse la cabeza o hurgarse en heridas que aún no han sanado), aunque esto se ha observado de forma poco frecuente.
Los tics pueden aumentar y disminuir su severidad alternadamente, presentando modificaciones interesantes. Por ejemplo, el caso de un joven que solía saltar y tocar la parte superior de los marcos de todas las puertas que encontraba a su paso; luego de unos días, se inclinaba y sólo tocaba escalones o cualquier relieve que encontrara a en el suelo (ignorando los marcos de las puertas que antes tanto le preocupaban). Estos tics suelen ser considerados como complejos, ya que involucran una serie de movimientos coordinados en forma sucesiva. En esta categoría, se ponen en juego varios grupos musculares. Por el contrario, en los tics simples, los movimientos son repentinos, breves y utilizan un grupo reducido de músculos. Su manifestación en esta tipología es más singular. El tocar a las personas, la automutilación, la ecolalia y la coprolalia, el ordenar objetos, son todos exponentes de tics complejos; mientras que parpadear, levantar los hombros o los pequeños sacudones de cabeza son tomados como simples. Para algunos profesionales, esta polarización en simples y complejos sólo cumple y responde a una finalidad didáctica. Pues consideran que no hay “un tic simple”, sino que son series (más o menos) diversas de tics que oscilan según su cantidad y simultaneidad, ya sean motores y/o fónicos. De este modo, hablarían de un espectro de tics que iría de un mayor a un menor grado de complejidad, según se tome en cuenta el nivel de multiplicidad y coexistencia con que éstos se produzcan.
Para la persona que tiene Tourette, controlar sus movimientos le resulta una tarea sumamente difícil. Con un gran esfuerzo logra suprimir algunos de ellos por un corto período de tiempo, pero sería como un trabajo de Sísifo, pues cuando creen que han logrado contener el tic, reaparece o cambia de modalidad. La roca vuelve a caer por la inclinada colina y comienza la forzada tarea nuevamente. Este control es mucho más complicado de obtener si el niño o el joven está bajo una situación de estrés. La tensión aumenta hasta que el tic escapa, esto sucede así una y otra vez. Hemos observado esta cuestión en jóvenes que atraviesan un período de exámenes o una sobrecarga en las actividades escolares. Las descargas se elevan exponencialmente. Sucede todo lo contrario si la persona está relajada o mientras realiza una actividad que es placentera y de su interés. Los tics desaparecen mientras están en reposo o duermen (a pesar de que suelen tener un sueño intranquilo, tenso o movedizo). Pero esto no es tan simple, ya que si no hubo una descarga importante de energía física y mental durante el día, presentan dificultades para conciliar el sueño. Allí, en ese momento previo al descanso nocturno, los tics se incrementan, inquietando al niño o joven e impidiéndole reposar con tranquilidad.
Es de suma importancia ver qué rasgos se asocian a este síndrome, para diferenciarlo con claridad del Trastorno Obsesivo-Compulsivo (presente con gran frecuencia en estos casos), del Trastorno por Déficit de Atención (cuando el síndrome de Tourette se asocia con T.D.A., el manejo farmacológico suele ser difícil, ya que el uso del metilfenidato muchas veces incrementa los tics), de los problemas de control de impulsos, problemas perceptuales, trastornos del sueño, etc.
Por tal razón es primordial que el diagnóstico sea realizado por un profesional idóneo, que observe la sintomatología que presenta el paciente, que evalúe la historia y la dinámica de la familia. La utilización de estudios de neuroimágenes como Tomografías Computadas (T.C.), Imágenes por Resonancia Magnética (I.R.M.), junto con pruebas de sangre, son fundamentales pero no concluyentes. Sirven como complemento importante para lograr un diagnóstico eficaz.
Una vez completada esta etapa, surge la necesidad de plantear las estrategias para un tratamiento. Éste no siempre debe o puede derivar en el uso de psicofármacos, la implementación de este recurso estará vinculada a la profundidad que presente cada caso en particular. Se utilizará medicación psicofarmacológica siempre que los síntomas interfieran severamente en la vida escolar, social o laboral de la persona con Tourette. Si bien actualmente existen fármacos efectivos, no hay una única droga que sirva para todos y que abarque todos los síntomas que este síndrome presenta. El uso del fármaco debe estar estrictamente controlado por el médico, quien a su vez le explicará al niño (o al joven) y a los padres, los posibles efectos adversos que pueden acompañar a la medicación. La mayoría de estos efectos: temblores, babeos, lentitud, suelen desaparecer al discontinuar el fármaco. Por eso, debemos estar atentos para diferenciar qué conducta corresponde al síndrome y cuál al efecto del fármaco para no cometer errores en los abordajes que se intenten.
Resuelto el tema de la medicación, debemos plantearnos dos puntos centrales: 1) el tratamiento psicológico y/o psicopedagógico y 2) la inserción escolar.
En el primer caso, para trabajar todo lo vinculado con la aceptación del trastorno y cómo repercuten los síntomas a nivel social (han sido beneficiosos los aportes realizados por la P.N.L. en la desarticulación de la sintomatología, así como los de la terapia Cognitivo-Conductual) y, también, en lo que concierne a la organización y estructuración de los aprendizajes, ya que el psicopedagogo podrá dotar de estrategias y técnicas de estudio que ayuden al niño o al joven a ordenarse.
En el segundo caso, será fundamental que el profesional (psicólogo o psicopedagogo) colabore en la búsqueda, que emprenden los padres, de la institución más adecuada al perfil del niño/joven. Esa institución debe tener una serie de características particulares: contemplar, comprender y conocer la singular forma que estos alumnos tienen para adquirir los conocimientos. Para esto el personal deberá estar informado y capacitado en estrategias específicas de intervención.
Si bien no es necesario que los niños con Tourette requieran de una escolaridad especial, puede suceder que lleguen a presentar trastornos en el aprendizaje. Esto resulta como consecuencia de las descargas de sus tics, que operan como distractores e interfirieren de manera notoria en sus logros académicos y, también, en todo lo referente a la adaptación socio-afectiva. La creación de un “ambiente de modificación activo” (Lebeer, 2000), donde se contemplen las particularidades de cada alumno, suele ser vital. Vinculado con la Neuropsicología Ecológica, se considera que las relaciones entre el cerebro y la conducta están real o potencialmente mediadas por el contexto en el que opera dicho cerebro. Una mirada ecológica tiene como objetivo operar sobre lo que pasa tanto en lo social como en lo emocional, en el niño, en la familia y en su entorno más cercano. Hablar de “ambientes activos modificantes” involucra desde lo edilicio hasta lo metodológico, desde los recursos utilizados hasta el personal que imparte las clases. Ciertos ambientes son más facilitadores que otros para el cambio neuronal, por tal razón se deben estudiar las contingencias que pudiera presentar un ambiente para modificarlas y, así, transformar la conducta y la cognición del alumno. Tomando en cuenta esta perspectiva, sería conveniente que se le asigne al niño o al joven con Tourette un tutor que lo oriente y organice, que oficie de mediador entre los contenidos de cada asignatura y el niño/joven en particular. Este tutor procurará reducir las tareas o los estímulos a pequeños pasos digeribles, brindándole al alumno consignas claras y metas a corto plazo; regulará el comportamiento, le explicará las reglas y lo acompañará en todos los pasos del aprendizaje; utilizará una mediación física intensiva. A menudo, el uso de recompensas o refuerzos positivos en forma inmediata suele ser muy productivo, favoreciendo que se eleve la autoestima del niño/joven. La llave del afecto es básica para entrar en el mundo de estos alumnos, por eso hay que alentarlos y brindarles confianza permanentemente. La búsqueda de oportunidades, para que puedan desplegar una posición de “liderazgo” en las clases, suele ser muy positiva.
Otra labor que sería conveniente que realice el tutor sería la de instruir al niño o al joven en el uso de un repertorio adecuado de herramientas de autorregulación y auto-monitoreo de su conducta.
Al mismo tiempo, orientará a los docentes para que generen un clima favorable de enseñanza – aprendizaje y para que desarrollen al máximo el potencial de este alumno, evitando todo tipo de profecías autocumplidoras. Los docentes deben saber que hay determinadas conductas que conviene ignorar o restarle importancia frente al grupo, para ser tratadas, luego, en privado.
Dentro de estos “ambientes de modificación”, también debe estar contemplado el grupo de alumnos en el que se insertará a este niño/joven. Deben estar preparados para compartir los espacios de clase en un marco de tolerancia y respeto mutuo. La ubicación del niño dentro del aula es un punto clave. Tiene que gozar de espacio para que pueda movilizarse con comodidad, y es preferible que comparta su banco o tenga cerca alumnos que sirvan de modelo por sus características conductuales. Es fundamental que el grupo que lo rodee esté dispuesto a colaborar con él.
Si las tutorías no son suficientes para compensar las dificultades que se presentan, conviene impartir clases especiales. Los resultados serán mejores cuanto más reducido sea el número de alumnos por curso. En aquellos casos en que la inserción a una escolaridad común resulte contraproducente, se deberá recurrir a escuelas especiales. Lo fundamental es que en todo momento esté incluido en el sistema educativo para que se garantice una adecuada inclusión social.
Cualquiera que sea la institución a la que asistan, ésta tiene que estar impregnada de un clima flexible y contenedor. Esto debe incluir: horas de estudio para completar las tareas, evaluaciones preparadas especialmente (tomando en cuenta tanto su extensión como su presentación) y, si fuera necesario, que se le permita al alumno la posibilidad de rendir el examen fuera del aula. Hay que priorizar las áreas más productivas del alumno con Tourette y respetarlas. Por ejemplo, si su rendimiento es mejor en forma oral, se lo debe evaluar de esa manera. Lo mismo sucedería si su producción escrita fuera más efectiva, los docentes priorizarán esta modalidad.
Es común que algunos niños suelan demorar, por causa de sus tics y sus obsesiones, al copiar una actividad o un tema del pizarrón. El uso de fotocopias puede ser de gran ayuda, así como el uso de una agenda que sirva como vía de comunicación entre la escuela y el hogar. Esta agenda, controlada por el tutor, es un instrumento importante, ya que contribuirá a ordenar y organizar las tareas que el niño deba realizar en su casa. Las notas que allí escriban los docentes deben ser redactadas en forma positiva, evitando remarcar defectos y errores generalmente conocidos por los padres.
Si demuestra interés en el uso de la computadora, y vemos que esto acelera el proceso de copiado, se debe implementar y estimular su utilización.
Finalmente, un trabajo coordinado con las familias y los terapeutas resulta esencial. Encuentros orientadores con los padres y hermanos (a través de charlas, cine-debate, etc.) son sumamente útiles. La comunicación fluida con los equipos externos que tratan a estos niños/jóvenes, logran marcar una diferencia muy significativa para fijar estrategias de intervención conjunta.
Conocer las posibilidades cognitivas de estos niños/jóvenes resulta productivo. La presencia de un diagnóstico vinculado con la discapacidad mental a menudo nos remite a pensar en una inteligencia descendida. Nada más lejano que eso. La inteligencia es un concepto muy difícil de abordar, actualmente existen más de 150 definiciones sobre ella. “El hecho de que abunden tantas definiciones, nos indica que existe una dificultad para abarcarla y que su naturaleza es tan compleja como la persona misma” (Feuerstein, Martínez Beltrán, 1997). La población educativa que conocemos con este diagnóstico posee un rendimiento pedagógico muy elevado, sobre todo si se contemplan sus particulares formas de acceder al conocimiento. Detectar estos niños y jóvenes para brindarles una educación adecuada y de calidad es un desafío primordial para la inclusión y, como hemos dicho en un artículo anterior, este tema es un acontecimiento que nos involucra a todos (Fernández Hlede, Discala, et al. 2012).
A menudo, tenemos la mala costumbre de ver lo dañado, no lo celosamente enriquecido por la vida. Como pedagogos, psicólogos y psicopedagogos debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿Qué perspectivas tenemos ante nosotros cuando conocemos que un déficit no es solamente una deficiencia o una debilidad, sino también una fuente donde radica la fuerza y las capacidades del niño; en definitiva, que de la dificultad puede surgir algo positivo?
Referencias bibliográficas:
– American Psychiatric Association, Diagnostic and statistical manual of mental disorders (4th ed., Text. rev.), Washington, DC: Author, 2000.
– Bars, M., Neuropsicología clínica: Más allá de la psicometría, Mosby – Doyma Libros, Barcelona, 1994.
– Lebeer, J., Modificabilidad Cognitiva y Plasticidad Cerebral: Una perspectiva neurológica, Primer Congreso Latino Americano de Aprendizaje Mediado, Buenos Aires, 2000.
– Fernández Hlede, C., “Intervenciones pedagógicas en adolescentes con Síndrome de Tourette”, El Cisne, Año XIII, N° 144, Agosto de 2002.
– Fernández Hlede, C., Discala, D., et al., “Inclusión: Un acontecimiento para todos”, ReAL, 2012.
– Feuerstein, R., Martínez Beltrán, J., et al., ¿Es modificable la inteligencia?, Bruño, Madrid, España, 1997.
– NINDS (Instituto Nacional de Trastornos Neurológicos y Accidentes Cerebrovasculares), http://www.ninds.nih.gov , 2012.
– Sacks, O., Un antropólogo en Marte, Grupo Editorial Norma, Bogotá, Colombia, 1997.
– Sacks, O., El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Muchnik Editores, Barcelona, España, 2001.
– Tourette Syndrome Association, “DSM-V Diagnostic Criteria and Classification of Tourette´s Disorder”, http://tsa-usa.org/news/DSM-5.html