Lavado de dinero y crimen organizado
09/04/11 Es necesario que el sistema antilavado se reoriente al combate eficaz contra el crimen organizado y no se convierta en un mecanismo de regulación económica ni de coacción política.
Por Juan Félix Marteau PROFESOR TITULAR DE CRIMINOLOGÍA (UBA)
La legitimidad del sistema global de prevención y represión de lavado de dinero se basa en su capacidad de intervenir de manera eficaz sobre el patrimonio de una organización criminal a efectos de que ésta pierda o vea comprometido su poder ofensivo. En esta lógica, la lucha contra el lavado de dinero es siempre una acción instrumental contra las finanzas de agrupaciones delictuales complejas, capaces de penetrar las estructuras estatales y alterar el orden económico y social.
Bajo este argumento se organizó un notable proceso de estandarización jurídica y política impulsado por las Naciones Unidas cuando aprobaron las convenciones sobre Tráfico Ilícito de Estupefacientes y otras Sustancias Psicotrópicas (1988) y sobre Criminalidad Organizada Transnacional (2000). En estos instrumentos se explicitaron los parámetros normativos que debían tener en cuenta los países a la hora de definir el castigo al ocultamiento o conversión de los fondos provenientes del narcotráfico, el tráfico ilícito de personas, el tráfico ilícito de armas, la corrupción o la propia actividad de grupos delictivos organizados y terroristas internacionales.
Algunas cifras parciales, todas mensuradas anualmente y en dólares, colectadas por esta organización internacional abonan la significación de este asunto. En el documento The globalization of crime se estima que el tráfico de personas para explotación sexual sólo en Europa genera 3.000 millones. La inmigración ilegal desde América Latina en EEUU produce 6.600 millones. Las 196 toneladas de cocaína que se consideran necesarias para satisfacer la demanda anual de EEUU están valuadas en 38.000 millones, mientras que las 124 toneladas consumidas en el mercado Europeo mueven también otros 34.000 millones. Los cultivos afganos de heroína producen aproximadamente 55.000 millones. Para el año 2009, la UNODC (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) calculó el valor del mercado mundial de cocaína entre 80.000 y 100.000 millones. El mercado mundial de armas ilícitas es incalculable.
Debido a razones de diversa índole -en general asociadas a las paradojas de la mundialización-, tales como crisis económicas y fiscales, debilitamiento de las soberanías estatales, burocratización de los centros de decisión globales e, incluso, resurgimiento de nuevas democracias populistas, la pregunta decisiva sobre aquello que otorga legitimidad al sistema de monitoreo y control del dinero ilícito ha ido perdiendo buena parte de su sentido inicial.
El Grupo de Acción Financiera (GAFI), nacido en la misma época en que los carteles colombianos introducían sus bienes en los principales centros financieros internacionales, también ha ido perdiendo de vista que el fin último del sistema es hostilizar a los criminales organizados. Su preocupación central es que todos los países obtengan buenas notas en el cumplimiento de sus recomendaciones, no que identifiquen los grupos delictivos concretos, con nombre o razón social ni que expliciten de qué manera específica van a actuar para desmantelar sus finanzas.
Luego de más de 20 años de armonización global, hay que reconocer el éxito alcanzado en la geografía del control del lavado de dinero: hay más de 180 países y jurisdicciones que han adherido al sistema GAFI, estableciendo una multiplicidad de dispositivos normativos e institucionales relativamente similares y homologables entre sí. Sin embargo, nadie puede asegurar a ciencia cierta que el foco de esa gigantesca maquinaria mundial esté puesto en la detección de los fondos que emergen del crimen que más daño produce a los Estados y las sociedades.
Cualquiera que revise los Informes de Evaluación del GAFI puede observar que la pregunta clave acerca a la identificación de los delitos que originan los activos que se lavan en el país tiene una relevancia escasa para los evaluadores y ocupa apenas uno o dos párrafos de un texto que alcanza más de 250 páginas de observaciones, calificaciones y nuevas exigencias.
Cuando el sistema global de prevención y represión de lavado de dinero deja de lado el fundamento que le ha dado legitimidad se torna irracional. Esto lleva a una desnaturalización paulatina de todos los dispositivos de control. Los actores a los que se les ha dado responsabilidades no consiguen ordenar sus acciones y tienden a la ritualización o al descompromiso. Por fin, las autoridades competentes caen en el vicio normativista de crear nuevas leyes y regulaciones que sólo consiguen generar más incertidumbre.
Sin embargo, el mayor peligro de un sistema ilegítimo en esta materia es que el mismo encuentra otras finalidades no explicitadas, pero latentes: en el mejor de los casos sirve para regular la circulación de fondos que son considerados críticos por el orden económico (divisas extranjeras, bienes importados, ganancias de sectores financieros no formales, etc.); en el peor, se torna útil para que el orden político declare la enemistad a empresas o personas que considera una amenaza.
El caso argentino
Desde la ratificación de la Convención sobre Tráfico Ilícito de Estupefacientes y la sanción de la Ley 23.737 sobre drogas, a fines de la década del ochenta, la Argentina ha adoptado formalmente el sistema de estándares globales contra el lavado de dinero. Los resultados desde el punto de vista del combate al crimen organizado han sido decepcionantes.
Sobran los dedos de la mano para contar las condenas por lavado, ya que los jueces no cuentan con el poder adecuado para desarrollar investigaciones sobre los bienes de los acusados; la UIF no dispone de los recursos humanos ni tecnológicos para desarrollar la inteligencia financiera que se requiere para neutralizar el patrimonio de las mafias que operan en el país; los criterios de debida diligencia prácticamente no distinguen a un banco de una casa de juegos de azar o una joyería, resultando las obligaciones establecidas de imposible cumplimiento; hay más de 40 sujetos obligados a prevenir el lavado, pero en muchos casos no existe supervisión de sus actividades; por ultimo, los mecanismos de cooperación internacional se han visto oscurecidos por filtraciones de información o inoperancia de las agencias de investigación que han puesto en jaque las reservas de confidencialidad que se requieren para que los criminales no conozcan los movimientos que se preparan en su contra.
El correlato de tres años de desden gubernamental sobre estos tópicos, llevaron al país a convertirse en el miembro del GAFI con más baja performance.
La presión internacional que genera esta situación ha llevado a las autoridades a multar a algunos bancos, realizar inspecciones sorpresivas, dictar 25 normas en tres meses e impulsar de apuro una reforma mezquina a la ley vigente en esta materia. En ningún caso, se ha puesto en el centro de la acción gubernamental el reconocimiento que el Estado argentino necesita tomar medidas extraordinarias y ejemplares para enfrentar el narcotráfico y la corrupción. Ello no en virtud de una hipótesis académica o intelectual, sino en atención a lo que se desprende de las causas emblemáticas que tramitan en la justicia penal (adulteración de medicamentos, tráfico de efedrina a carteles mexicanos, muertes por sicariato, financiamiento de la campaña con dinero ilícito, tráfico de cocaína a España, y un largo etc.).
La legitimidad originaria del combate al lavado exige un verdadero consenso entre el Gobierno, las fuerzas de oposición y, necesariamente, los actores claves del sector privado. Más que en una nueva ley, el acuerdo debe basarse en la elaboración de una Agenda Estratégica contra el Lavado de Dinero y el Crimen Organizado que permita al Estado tener un diagnóstico preciso de los riesgos provenientes de los delitos más graves y, correlativamente, el desencadenamiento de decisiones inventivas, inteligentes y agresivas contra la circulación de un tipo de bienes que solo genera pobreza, postración y decadencia.
Ilustración
Indicadores Internacionales sobre Argentina (Naciones Unidas e International Transparency)
Argentina se convirtió en 2010, en el país con mayores índices de consumo de cocaína y marihuana de Sudamérica.
Se supone que existe un mercado ilícito de cocaína compuesto por 600.000 consumidores, el segundo de la región luego de Brasil (900.000).
Se han identificado nuevos laboratorios de anfetaminas y un incremento en la circulación de pasta base.
Se reconoce que el tráfico ilícito de personas es un nuevo problema en nuestro territorio: entre fines de 2008 y comienzos de 2010, 600 mujeres fueron captadas por redes de trata.
Argentina descendió al puesto 109 sobre 180 países, obteniendo una nota de 2.9 sobre 10 en materia de transparencia.